El retroceso de la culata conmovía esos cuerpos jóvenes que, el hombro todavía resentido, debían incorporarse, correr agazapados y volver a arrojarse y disparar, envueltos por una atmósfera de violencia que sólo era un simulacro. Porque el capitán Garrido sabía que la guerra no era así.
En ese momento vio la silueta verde que hubiera podido pisar si no la divisaba a tiempo, y ese fusil con el cañón monstruosamente hundido en la tierra, en contra de todas las instrucciones sobre el cuidado del arma. No atinaba a comprender qué podían significar ese cuerpo y ese fusil derribados. Se inclinó. El muchacho tenía la cara contraída por el dolor y los Ojos y la boca muy abiertos. La bala le había caído en la cabeza: un hilo de sangre corría por el cuello.
El capitán dejó caer los prismáticos que tenía en la mano, cargó al cadete, pasándole un brazo por las piernas y otro por la espalda y echó a correr, atolondrado, hacia el cerro, gritando: "¡teniente Gamboa, teniente Gamboa!" Pero tuvo que correr muchos metros antes que lo oyeran. La primera compañía -escarabajos idénticos que escalaban la pendiente hacia los blancos- debía estar demasiado absorbida por los gritos de Gamboa y el esfuerzo que exigía el ascenso rampante para mirar atrás. El capitán trataba de localizar el uniforme claro de Gamboa o a los suboficiales. De pronto, los escarabajos se detuvieron, giraron y el capitán se sintió observado por decenas de cadetes.”Gamboa, suboficiales, gritó. ¡Vengan, rápido!" Ahora los cadetes se descolgaban por la pendiente a toda carrera y él se sintió ridículo con ese muchacho en los brazos. "Tengo una suerte de perro -pensó- El coronel meterá esto en mi hoja de servicios."
El primero en llegar a su lado fue Gamboa. Miró asombrado al cadete y se inclinó para observarlo, pero el capitán gritó:
-Rápido, a la enfermería. A toda carrera.
Extracto de "La ciudad y los perros" (1962) de Mario Vargas Llosa
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